¿Puede llamarse esculturas a estas pequeñas
piezas de bronce que parecen buscar en el repertorio clásico
su apariencia y sus técnicas? Nos encontramos más cerca
del objeto, si no fuera porque el universo de éste se arrastra
hacia lo utilitarista del diseño, un arte que se orienta hacia
el futuro tecnológico. Se trata más bien de familiaridad,
y de la camaradería íntima con temas de metal encarnados
en el encuentro entre una virtualidad literaria y unos cuerpos objetivos.
Esta serie de retratos de escritores y artistas tiene que ver antes
que nada con el placer y con la pasión. Trabaja el reconocimiento
de un autor querido por su obra y por haber creado una visión
poderosa. Permiten evocar la imagen de éste presentándose
a la vez como objetos estéticos en sí mismos.
Se estudian los rostros verdaderos dejando a las identidades jugar
a través del material más maleable que existe: la cera
roja.
Una vez realizada la escultura con cera roja, se vertirá en
bronce que el fundidor trabajará por oxidación para
inventar colores diferentes, mates o brilantes, para que las cromías
se revelen por el juego de las resurgencias combinadas.
El bronce conviene también a esas piezas menudas como metáforas
que evocan la emancipación de los hombres cuando descubrieron
el metal, que les abrió nuevas relaciones con la densidad,
con el contacto y sublimó la violencia de las armas forjadas
para que las huellas de los sueños fueran menos precarias,
como esos forjadores africanos que funden en la arena del suelo, como
Prometeo, o esos artistas de Asia Menor que inventaron los primeros
ramilletes de bronce.
Una de las virtudes de estas piezas sería la proximidad, y
su capacidad para interrogar a la verdadera vida de sus autores ocultos
: los escritores y los propios artias.
Hemos escogido sólo autores y artistas del siglo XX antes que
nada para afirmar el presente como imán mayor que hay que despejar.
De hecho, uno de los autores representados vivió el placer
narcisista de sopesar, en este mismo mundo, su propia figura de bronce...
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